El entumecimiento de las rodillas era notable. Tanto tiempo sin caminar por miedo a los demás me ha apartado de una vida normal. Hace diez años que no visito este barrio, el barrio de mi vida. Llevo tres años sin pisar las hojas de los árboles, sin escuchar a los niños jugar, las risas de los bares... Diez años apartado de mi vida por cometer un error. Un simple error.
Llenamos nuestras vidas de errores conforme avanzamos por ellas, esperando encontrar nuevas soluciones a viejos problemas, pero para mí solo fue una condena. ¿De qué vale condenar a un hombre a sufrir para que aprenda de sus errores? Y… ¿Cuál fue el error? ¿Liberar mis sentimientos? ¿Debe un hombre tener unos grilletes en su corazón?
No, yo no.
Según avanzo, recuerdo más cosas, y el barrio se me hace más conocido. Paso por un pequeño parque infantil que ha perdido su nombre. Pintarrajeado, sucio, destrozado. Chavales demasiado mayores para estar allí ofuscan el brillo de la juventud de años pasados. Insultan, roban, agreden… ¿Dónde está la educación? ¿Es culpa de esos mismos grilletes? Ahora solo se busca el placer de comida rápida… Llegar a la barra, pedir y disfrutar… Ya no hay satisfacción personal, ni orgullo por las metas cruzadas.
Más adelante, la calle de los bares. Todos cerrados. Nadie sale, nadie bebe, nadie celebra nada. Hay temor a quedarse sin dinero por tomarse dos cervezas, o a parecer un borracho. Algunos parecen realmente abandonados, lugares donde he celebrado un ascenso o la bienvenida de un nuevo miembro a la familia… Lugares que eran de mi vida, se han ido.
No obstante, hay cosas que nunca cambiarán. El mismo edificio, el mismo portal. La misma puerta que nunca ha cerrado y que evita el molesto uso del timbre por los inmigrantes repartiendo publicidad. Tras pasar la puerta… el mismo olor que disfrutaba todos los días. Ese olor significaba el regreso al hogar, el fin de la jornada laboral, el cariño familiar.
Subir estas escaleras agrietadas me recuerda a la última vez que las dejé… Símbolo de la espiral descendente de mi vida, que ahora pienso recuperar, cueste lo que cueste. Me duelen las rodillas, crujen, silban. Es una sinfonía del cansancio, del desgaste de mis años. A la par, un pequeño tambor se hace fuerte en esa melodía, por la emoción del reencuentro, de vivir el tiempo perdido.
Golpeo la puerta, dos veces. El mismo sonido, aunque acompañado por más crujidos, esta vez de la madera. En mi cabeza suenan pasos recorriendo un pasillo, mil veces el ruido de la puerta abriéndose… Recuerdos. Risas de niños.
La puerta se abre y, al fin, la veo. Sus ojos se clavan en los míos. Está conmocionada, como yo. Hago un esfuerzo y le acaricio la cara con los dedos, recojo sus lágrimas y los dejo caer hasta su cuello.
Cierro la puerta. La oigo llorar.
Esta noche no habrá errores. Permaneceremos juntos, sin fin.
La muerte no nos separará.
Todo lo contrario.
La muerte no nos separará.
Todo lo contrario.
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